El día que empecé a crear mi propia cultura de innovación O cómo un niño desafió su zona de confort.
El día que empecé a crear mi propia cultura de innovación O cómo un niño desafió su zona de confort.
Cuando yo tenía 6 años vivía en el Paseo de la Florida, cerca de la estación del Norte, en la zona noroeste de Madrid. Mi barrio, o más bien lo que consideraba la zona permitida, tenía forma rectangular e incluía desde la zona de Mingo, y la capilla de San Antonio en un extremo, hasta la estación del Norte, o de Príncipe Pío en el otro. Era un dominio más bien alargado. El ancho del barrio no era mucho. En un lado estaban los muros que impedían que pasásemos a las vías del tren, y en el otro, el muro natural que suponía en río Manzanares.
Y esos eran los límites principales.
Sin embargo, enfrente de la estación del Norte, y bastante pegado a la estación de autobuses de La Sepulvedana, ya lindando con la zona en la que el Paseo de la Florida y la calle de Aniceto Marinas se juntaban, había un talud de césped que acababa en un seto de boj que representaba un límite interno difícil de superar, y por otra parte, de dejarlo allí sin más.
Era como un desafío pendiente para los de la pandilla. Y un buen día, nos reunimos todos en el talud a ver quien se atrevía a saltárselo. Después de las bravuconadas de una pandilla de niños de entre 6 y 9 años, empezamos a ver quién era el que lo conseguía.
El primero de mis amigos salió corriendo cuesta abajo hacia el seto, pero según llegó se freno el seco. El segundo, hizo lo mismo. Y el tercero también.
Y entonces me tocó a mí el turno. El seto me llegaba más o menos por la cintura, y lo malo no era la altura del mismo, o cómo saltárselo. Lo malo es que al otro lado del seto no había césped, sino una acera adoquinada.
Y como a mí me enseñaron a aceptar desafíos y a conseguir resultados, pues allá que fui corriendo cuesta abajo hacia el dichoso seto, y cuando iba llegando y mi zona de confort se agotaba, hice lo que nadie se esperaba. Decidí saltar, pero en plan Superman. Las manos por delante y luego el resto del cuerpo. Vamos, como si fuese a la piscina.
Y si, me lo salté. Superé el reto. Pero no fue sin sus correspondientes consecuencias. ¡Aterricé sobre la acera, dejándome un diente y medio en el adoquinado!.
Mis amigo me llevaron corriendo a una fuente donde me lavé antes de que me acompañaran a casa. Y cuando llegamos, mi madre abrió la puerta, y lo primero que le dije fue: “Mamá, me lo he saltado”.
No es que me sienta orgulloso de aquella locura de niño pequeño. Pero ahora, a toro pasado, me resulta simpática. Y cuando me pongo a buscar cuales son los puntos a unir en mi vida, cómo diría el difunto Steve Jobs, ese representa para mí uno de los primeros en este viaje por el mundo de la innovación en el que considero que la expansión consciente y permanente de la zona de confort propia es una de las claves principales.
En fin, que no te recomiendo saltar sin red, y menos sobre el adoquinado, pero si que te invito a tomar conciencia de cuales esos límites que no te atrevas a saltarte por miedo a las consecuencias, y sobre todo a lo que crees que puedas perder, y que te cuides mientras haces esa extensión de tu territorio conocido, de modo que no tengas que dejarte los paletos en el duro suelo. Así poco a poco irás haciendo crecer de paso tu propia cultura de innovación.
Ánimo, y ¡¡busca tu seto!!